lunes, 31 de marzo de 2014

A estos giles no les tengo miedo, si lo que mejor me sale es ser pobre




A veces busco, temprano, cuando me levanto, ahora, en los bolsillos, en los rincones, la dirección de ese arrabal en que peleábamos contra el mundo y por más que corriéramos entre los gases, por más que nos corrieran para que paguemos la cuenta del bar, nunca nos alcanzaban y nunca me faltaba el aire. Porque ahí, 

el aire era tan puro y nosotros sucios, tan faltos de respeto que daba asco vernos reír.
Éramos tan felices y dignos, comiendo mil veces ese plato de fideos, buscando cigarrillos por la mitad en la vereda. Y yo decía que la medida de mi deseo era la suma de mis fracasos.
Siempre era la última cerveza y ya nos íbamos. Y así conocíamos el amanecer y las vecinas que barrían las veredas y las morochas que barrían las veredas de otros en el centro, y las baldosas nos saludaban, resignadas a ese eterno transitar en círculos.
No sabíamos lo que queríamos, pero seguro que no era esto. No queríamos este país tranquilo de amplias clases medias dispuestas a matar a patadas a los pibes, para mantener a salvo las miserias que les regala una vida mezquina.
Estos pibes que se miran en el espejo a cada rato, que pesan la billetera, que buscan como comprar en la red el celular más supersónico, me arruinan el paisaje.
Y ya hasta me duele decir que estamos mejor, porque no es así. Pero lo digo por respeto a los que sufrían, a los que peleaban. Y nosotros peleábamos, pero enserio, por nada.
El trabajo estable, la planta permanente, las cuentas pagas, son la muerte sonriendo. Y me duele decir que estamos mejor.
Porque me reía de las personas que tenían problemas psicológicos. Porque ahora estoy gordo y viejo, y antes tenía tanta hambre que daba gusto verme comer. Y ahora me falta el aire, y la muerte es tan palpable, tan real, tan falta de poesía, que hasta se parece a la vida.
Y nos quedamos a pata en Buenos Aires, por tomarnos una gaseosa, pero volvimos, siempre volvíamos, desde el fin del mundo, desde el comienzo del mundo, siempre alguien nos pagaba el pasaje, y por eso no importaba el boleto de vuelta.
Porque sabíamos, con Enrique Sims, que siempre hay que volver.

Ahora los quiero ver volver a todos mis fracasos, decirles que los traté mal porque estaba ocupado siendo un pelotudo, que a pesar de las frases echas nunca entendí el valor que tendrían un día. Pero hace tiempo que, por más que busco, en los bolsillos, en los rincones, no puedo encontrar esa puta dirección de aquél arrabal donde el aire era tan limpio y daba asco vernos reír.       

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